Leyendas laguneras: El misterio de Mere, embalsamador de Torreón
Nadie sabe cómo o cuándo llegó; como si fuera del inventario. Mere tenía doble personalidad y un obscuro secreto.
Las leyendas desempeñan un papel significativo en la riqueza cultural de una sociedad. A medida que una comunidad avanza a lo largo del tiempo y forja su historia, también surgen leyendas: relatos de eventos extraordinarios que se transmiten de una generación a la siguiente, compartidos en reuniones familiares o con amigos. Estas narraciones, que combinan lo real con lo mágico, intrigan a todos. Así, en compañía de la narrativa histórica, las leyendas siempre están presentes y se convierten en un componente integral de la cultura de una comunidad.
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La Comarca Lagunera, como cualquier otra comunidad, tiene su propio tesoro de leyendas. La historia que aquí se presenta forma parte de una compilación de relatos llamada 'Habla el desierto', que reúne fascinantes historias escritas por diversos autores que se dieron a la tarea de plasmar lo que el pueblo ha transmitido de boca en boca a lo largo del tiempo.
Se trata de la leyenda de 'Mere', el extraño embalsamador de Torreón y los misterios que le rodearon. El siguiente texto fue extraído de la biblioteca digital del Archivo Municipal, del recopilador Manuel Estrada Quezada.
La leyenda de Mere
De aspecto gordo y siniestro y con cuchillo en mano, abría el pecho de un hombre sin que asomara el menor gesto de piedad ni de cualquier clase de emoción; al contrario, más bien parecía orgulloso de lo que hacía, como en realidad así era.
Para Mere aquello era cotidiano: abrir cadáveres. Acostumbrado a la fetidez de la sangre descompuesta, todo el ambiente mortuorio era familiar para él. Mere abría los cadáveres para las autopsias, obviamente acompañado del médico.
Cuando la necropsia terminaba, Mere enjuagaba superficialmente sus manos y las secaba en los costados de su pantalón, bastante sucio. Sacaba de una bolsa de papel un pan relleno de frijoles con huevo, y masticando con la boca llena mostraba su rala dentadura. Muy cortés ofrecía compartir sus alimentos con los presentes, estudiantes de medicina o de enfermería, pero su invitación siempre era declinada.
Corría 1947. El anfiteatro estaba en la esquina poniente del Hospital Civil de Torreón, por la avenida Juárez —entre las calles 10 y 11—. Parecía que Hermenegildo Chávez, el legendario Mere, formaba parte del inventario del Hospital. Nadie sabe cómo o cuándo llegó. Su lugar de trabajo era un tejaban de madera, del que por las rendijas asomaban los curiosos y los temerosos chiquillos.
Sobre una loza de mármol tal vez de granito— irrespetuosamente se apilaban los cadáveres; después flotarían en unas cubas con formol disuelto en agua, tras haber servido en la enseñanza de los médicos y enfermeras en ciernes. Aquel lugar parecía salido de una de las infernales escenas de Dante. El hedor quitaba el apetito a cualquiera durante días, y a los novatos les era imposible contener la náusea. Muchos de ellos llegaron a no comer carne durante mucho tiempo.
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Mere, mozo de anfiteatro, era un misterio. Nadie sabia de su origen, ni quién lo contrató, ni cómo se hizo del oficio; ni siquiera se sabia dónde vivía. Era un hombre solitario que caminaba difícilmente, debido a su obesidad y su artritis.
Cuando los médicos daban las explicaciones a los alumnos frente al cadáver, Mere escuchaba con mucha atención, como si entendiera todos los tecnicismos propios de la medicina; incluso, con gesto adusto, algunas veces aprobaba con movimientos de cabeza las doctas explicaciones de la cátedra.
Tenía Mere doble personalidad: de día era pacifico y taciturno; de noche enloquecía por su adicción al alcohol. Muchas veces causó el pánico en algunos noctámbulos, cuando ebrio, salió cuchillo en mano.
Mere no bebía solo: tenia un infortunado sujeto como compañero a quien en el medio hospitalario únicamente se le conocía como Lupillo, más o menos de medio siglo, la misma edad de Mere.
Lupillo caminaba encorvado; de piel morena, su estrabismo le daba un aspecto muy singular. Soñaba con ser policía y orgullosamente se calaba un kepí, de la más dudosa procedencia.
Para completar el orgullo, Mere lo presentaba como su ayudante. Los estudiantes le temían a Lupillo, pero a la vez sentían cierta simpatía por él. De vez en cuando algún médico residente jugaba a las damas chinas con Mere.
Por su parte él veía a los estudiantes con orgullo, y más a los ya graduados o que estaban en sus últimos meses de estudio. Tenía a flor de labio la anécdota tenebrosa después de tantos años en aquel macabro oficio: el muerto que se enderezó; otro que le dio tremendo manotazo y quien en pago recibió una puñalada en el pecho para iniciar la autopsia; o el otro cadáver que le guiñó un ojo.
Se decía que Mere tenía una perversión sexual llamada necrofilia, por supuesto siempre negada por él. Sin embargo, algunas veces lo encontraron temprano en la mañana acostado y desnudo sobre la plancha, junto a algún cadáver femenino. Cuando le recriminaban su actitud, se disculpaba diciendo que eran «puntadas de borracho».
Sobre este asuntó sucedió el caso muy sonado de una conocida señorita que murió trágicamente—, siendo Mere descubierto con el cuerpo de ella en repugnante unión. A partir de entonces fue urdiéndose una serie de comentarios sobre el comportamiento de Mere, que terminaron en leyenda.
Años más tarde le fue amputada una pierna debido a un proceso degenerativo, obligándolo a dejar el único trabajo que sabía desempeñar. Después la otra pierna corrió igual suerte.
Quedó unido a una silla de ruedas empujada por un jovencito que decían era su hijo, quien presentaba un claro retraso mental. Nada más se supo de Mere, ni dónde vivía, ni cuándo murió,:ni siquiera dónde fue enterrado. Hay quienes aseguran que aún se escuchan sus inconfundibles pisadas y su risa.
Sgg.
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