Día del padre
Quizá tú, lector querido, me puedas ayudar a dilucidar este enigma. Es una suerte de acertijo tumultuario que en lo personal me quita un poco el sueño cada vez que el calendario toca una de estas chocarreras fechas de celebraciones cliché que parecen tener el tino de mover a la raza para volcarse en un afán comunicativo incesante, que contrasta con la pasividad con la que viven por aquí los colegas el resto de los días del año.
Un acertijo urgente de resolver, te lo confieso a ti, pues no encuentro cómo cuadrar la realidad que nos rodea, los hechos violentos cotidianos, los miles de millones de pobres en el planeta, las niñas abusadas, los niños esclavizados, los jóvenes frívolos adictos a los juegos electrónicos, a las pastillas, a la anarquía light y a la ignorancia, y los adultos egocéntricos, corruptos, impunes...
Cómo cuadrarlos con esta gama inacabable de miles y millones de mensajes aduladores de padres perfectos, impolutos, abnegados, decentes y entregados.
Quizá con tu ayuda podamos comprender, sin afanes de juicios críticos ni falsas pretensiones impregnadas de moralina, como efectuar, por ejemplo, la correlación matemática entre el número de mensajes laudatorios al padre, que en estos días abruman y saturan los medios y cada una de las redes sociales -incluso los chats de Telegram, WhatsApp o SMS-, y el número creciente de demandas en los juzgados civiles o penales en las que se denuncia el abandono total a las obligaciones paternales de prestar alimentos, ya no digamos las humanas de dar tiempo, guía, consejo, amor o compañía.
Si a esas demandas agregamos el número creciente de adultos mayores que están relagados en casa a ser un estorboso mueble más en el paisaje doméstico, o que terminan en cualquier institución o asilo en la más lamentable soledad y miseria, esgrimiendo una lucha diaria por comer y no mancharse la ropa, a riesgo de ser insultados por sus vástagos.
Y por qué no agregar a esta ecuación bizantina a los que sin denuncia de por medio y en silencio, han ido minando el potencial y existencia de quienes ya convertidos en adultos protagonizan esta sociedad bastante abyecta, desprovista de valores y competitividad, merced a la abdicación paterna de las responsabilidades, para proponer una amistad políticamente correcta a sus hijos, renunciando cómodamente a sus deberes, otorgando medalla y trofeo por participar y no por ganar, democratizando perversamente las decisiones de la vida del producto de sus códigos genéticos, para evadir la carga de educar, tomar decisiones y hacerse cargo de sus consecuencias, y ya de paso disfrutar su derecho a estar "fit" a practicar su deporte favorito de fin de semana, a las bacanales que le impiden levantarse temprano para llegar a tiempo al partido de fútbol, de básquet, o el ensayo musical; a los delirios de sus irrefrenables instintos carnales que transitan entre la comadre, una madre de familia del colegio, la maestra o la secretaria.
Y ya como ingrediente más extremo, los que abusando de la inocencia, debilidad y credulidad de sus hijos, les han explotado poniéndolos a trabajar, ya en la calle, ya en la fábrica o el campo, ya en la televisión o algún deporte profesional, para lucrar con su descendencia y evitar el mal gusto de tener que trabajar ellos mismos. O el que funda dos o hasta tres familias a la vez; el que una vez aburrido de la madre migra a otros lechos menos demandantes, más placenteros, dejando por detrás al producto de sus ansiedades carnales que ni deseó ni apreció jamás. O el que marcó la infancia de esos niños a bofetadas, insultos, amenazas.
Entonces lector querido, dime tú, ayúdame tú a comprender, como diablos comprendemos esos mensajes laudatorios; hasta qué punto son un acto de contrición filial y de arrepentimiento, o una declaración de la realidad ficticia que ayuda a conjurar un maldito recuerdo, un desgraciado resentimiento, un grito ahogado clamando la injusticia de no haber contado con la figura paterna de cuento de hadas que cada quien le hubiese gustado contar en la verdad. Hasta qué punto son una aguja intravenosa cargada del suficiente somnífero para borrar memorias de un arponazo, para imaginar mundos más perfectos, para oficializar la hipocresía.
Quizá es la falta de honestidad o de vergüenza, o más sencillamente, de la calcinante realidad de no haber tenido en al más sabio, más bueno, más trabajador, más respetuoso y mejor humano como ejemplar de padre. ¿Acaso la envidia malsana a quienes si le tuvieron? Quizá la vergüenza de ser descubierto en caso de no anotarse en la lista incesante de retratos en sepia o en colores setenteros de un tipo sonriente que, ya para estos momentos, está bien muerto sin oportunidad de ser visto como fue en realidad, está distante en tierras insospechadas, es un viejo ya decrépito, abandonado en su propia suciedad y miseria, ya como un estorbo.
Quizá la correlación, querido lector, es tan clara y evidente que se vuelve escalofriante pensar que un alto porcentaje de las loas al padre, de las presunciones de los hijos pródigos, amorosos y perfectos, no son más que otra de esas macabras mentiras silenciosas y encubiertas de sonrisas y emoticones, que conforman parte de la lápida que nos está asfixiando como sociedad desesperada, extraviada y relegada a una soledad que ocultamos en la falsa promulgación de nuestra felicidad teórica.
Quizá no hay que ser pitonisa para comprender que hemos adoptado las estampitas electrónicas, las fotos color sepia, los dichos sin comprobar y las historias sin esclarecer, “remasterizando” las apariencias y los baños de pureza, a cambio de la monserga de ser buenos padres, responsables y dedicados a educar ciudadanos capaces de construir un mundo de paz, respeto y progreso compartido.
Pues sí, lector querido, al parecer todo eso da mucho que hacer, y nos hemos acomodado negando nuestro galope al infierno, porque hacerse cargo no genera likes ni sonrisas hipócritas congeladas en esos eventos sociales con grandes amigos que también reportamos puntualmente en nuestro "time line". Pues eso, y que viva el día del padre que nos engendró, y de la madre que nos parió...
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