Doctora lucha contra Covid-19 y el estrés de dejar a sus hijos huérfanos
La doctora Angélica Ruiz trata de vencer la enfermedad, mientras, al mismo tiempo, lucha contra su temor a morir y el de sus hijos a que fallezca.
MÉXICO.- Te llamas Angélica Ruiz, eres doctora y ahora estás encerrada entre cuatro paredes pidiendo a Dios que el abrazo que les diste a tus niños de tres y cuatro años antes de saber que estás infectada de coronavirus, no los haya contagiado.
Trabajas como ginecobstetra en el Hospital General de Zona número dos en Tlaxcala del Instituto Mexicano del Seguro Social y en tu centro de trabajo ya son seis enfermeras y médicos que se han infectado.
Junto con tus dos doctores atiendes a diario entre 30 y 40 pacientes. Es muy complicado saber quién llevó la enfermedad hasta tu sistema respiratorio.
Como tú, en todo el país 20 mil 217 médicos, enfermeras, laboratoristas, camilleros han luchado desde el inicio de la pandemia en México por aniquilar el virus de sus cuerpos.
Hasta ahora, 271 no lo han logrado y han fallecido. Y con esas estadísticas encima, ahora estás atrincherada luchando contra el virus en una habitación en tu casa, mientras los niños juegan del otro lado de la puerta, pero los pequeños están tan angustiados como tú por el contagio. Te sientes extraña, te pesa la etiqueta de: “infectada” y no poder abrazar a tus niños.
A la distancia el más grandecito te dice: ‘mami es que yo no quiero que tú seas polvo de estrellas, ¡yo te quiero conmigo!.’ Eso te parte el alma y cuando lo cuentas se puede ver el dolor en tus ojos. Lo contagias.
El más chiquito tiene miedo. —Mami, estoy asustado porque estás infectada y te vas a morir—, te dice, aunque intentas calmarlos, pero también debes tranquilizarte a ti misma. Sabes que el asma que padeces te vuelve vulnerable y la enfermedad es traicionera, es capaz de matar a alguien en 48 horas.
Y entonces cuentas lo que sientes. Es un retrato humano de cómo es la vida con el covid-19. “Me siento destrozada de tan sólo imaginar y pensar que yo le pueda faltar a mis hijos.
Es una angustia terrible el hecho de saber que tu vida está en peligro. Mucha gente está muriendo porque la infección da de forma súbita y no hay nada que hacer. Yo no sé si voy a entrar dentro de la estadística, entre los que sí se mueren. Trato de ser fuerte y no llorar, pero detrás de la puerta es otra cosa.
Sólo uno puede rezar y pedirle a Dios que salgamos de esto, porque hay muchos motivos por los cuales estar viva”, le dices a la reportera con la que platicas.
Tu esposo está sano a pesar de haber compartido tu vida sin saber de la infección. Por ahora, mientras dormitas en esa habitación a la que se ha reducido tu espacio vital, él se hace cargo de los niños y de llevarte comida hasta la puerta de tu dormitorio-universo. La deja en el piso porque escuchas la porcelana tintinear.
Cuando estás segura de que se ha alejado, giras la perilla, y entonces asomas la cabeza al pasillo, con tu cubrebocas, para jalar la charola y cerrar inmediatamente.
Al inicio de la enfermedad estabas débil, pero ahora comienzas a recobrar la fuerza. Tienes artículos de limpieza en la habitación y te esfuerzas por limpiar todo como si estuvieras en un hospital.
Estás decidida: el SARS-CoV-2 no va a vivir en las sábanas, ventanas y persianas de tu recámara. No. No va a lograr afectar tu capacidad de oxigenar tu sangre. Y entonces cuentas cómo es la rutina de una persona que vive encerrada, una a la que se le redujo el espacio vital a no más de 20 metros en donde cohabita con el maldito virus.
“Mi ropa trato de lavarla yo para no generar que sea un foco infección para mi familia, porque es muy delicado estar en casa, estar positiva y no tener a donde ir”, dices.
Pero en este relato esos detalles son secundarios, aunque importantes. Este lunes te tomaron una segunda prueba para ver si ya eres una heroína de tu propia historia.
Si el papelito de la prueba dice que eres negativa, entonces ya te imaginas lo que sigue. Se abrirá la puerta de esa habitación y saldrás corriendo a estrujar a tus niños. Un abrazo sin culpa y temor, para lavar las semanas de miedo.
“Yo espero en Dios que ya sea negativa, me muero por abrazar a mis hijitos, abrazar a mis papis”, dices. Pero te traiciona la heroína. Se asoma entre las comisuras de tus labios, mientras cuentas esta historia. Porque después de ese abrazo que le darás a tus nenes y tus viejos, ya estás preparando tu regreso a las primeras filas de la batalla que no acaba. V
olverás al hospital.
Está entre tus planes regresar a cuidar a los demás. Y uno solo puede rendir honor ante valentía de ese tamaño. “Yo sé que la lucha sigue, regresaré a trabajar. Volveremos a la lucha de eso estamos seguros, pero ojalá que con la seguridad, que tengamos el apoyo que debemos de tener en todos los aspectos”, dices.
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MÉXICO.- Te llamas Angélica Ruiz, eres doctora y ahora estás encerrada entre cuatro paredes pidiendo a Dios que el abrazo que les diste a tus niños de tres y cuatro años antes de saber que estás infectada de coronavirus, no los haya contagiado.
Trabajas como ginecobstetra en el Hospital General de Zona número dos en Tlaxcala del Instituto Mexicano del Seguro Social y en tu centro de trabajo ya son seis enfermeras y médicos que se han infectado.
Junto con tus dos doctores atiendes a diario entre 30 y 40 pacientes. Es muy complicado saber quién llevó la enfermedad hasta tu sistema respiratorio.
Como tú, en todo el país 20 mil 217 médicos, enfermeras, laboratoristas, camilleros han luchado desde el inicio de la pandemia en México por aniquilar el virus de sus cuerpos.
Hasta ahora, 271 no lo han logrado y han fallecido. Y con esas estadísticas encima, ahora estás atrincherada luchando contra el virus en una habitación en tu casa, mientras los niños juegan del otro lado de la puerta, pero los pequeños están tan angustiados como tú por el contagio. Te sientes extraña, te pesa la etiqueta de: “infectada” y no poder abrazar a tus niños.
A la distancia el más grandecito te dice: ‘mami es que yo no quiero que tú seas polvo de estrellas, ¡yo te quiero conmigo!.’ Eso te parte el alma y cuando lo cuentas se puede ver el dolor en tus ojos. Lo contagias.
El más chiquito tiene miedo. —Mami, estoy asustado porque estás infectada y te vas a morir—, te dice, aunque intentas calmarlos, pero también debes tranquilizarte a ti misma. Sabes que el asma que padeces te vuelve vulnerable y la enfermedad es traicionera, es capaz de matar a alguien en 48 horas.
Y entonces cuentas lo que sientes. Es un retrato humano de cómo es la vida con el covid-19. “Me siento destrozada de tan sólo imaginar y pensar que yo le pueda faltar a mis hijos.
Es una angustia terrible el hecho de saber que tu vida está en peligro. Mucha gente está muriendo porque la infección da de forma súbita y no hay nada que hacer. Yo no sé si voy a entrar dentro de la estadística, entre los que sí se mueren. Trato de ser fuerte y no llorar, pero detrás de la puerta es otra cosa.
Sólo uno puede rezar y pedirle a Dios que salgamos de esto, porque hay muchos motivos por los cuales estar viva”, le dices a la reportera con la que platicas.
Tu esposo está sano a pesar de haber compartido tu vida sin saber de la infección. Por ahora, mientras dormitas en esa habitación a la que se ha reducido tu espacio vital, él se hace cargo de los niños y de llevarte comida hasta la puerta de tu dormitorio-universo. La deja en el piso porque escuchas la porcelana tintinear.
Cuando estás segura de que se ha alejado, giras la perilla, y entonces asomas la cabeza al pasillo, con tu cubrebocas, para jalar la charola y cerrar inmediatamente.
Al inicio de la enfermedad estabas débil, pero ahora comienzas a recobrar la fuerza. Tienes artículos de limpieza en la habitación y te esfuerzas por limpiar todo como si estuvieras en un hospital.
Estás decidida: el SARS-CoV-2 no va a vivir en las sábanas, ventanas y persianas de tu recámara. No. No va a lograr afectar tu capacidad de oxigenar tu sangre. Y entonces cuentas cómo es la rutina de una persona que vive encerrada, una a la que se le redujo el espacio vital a no más de 20 metros en donde cohabita con el maldito virus.
“Mi ropa trato de lavarla yo para no generar que sea un foco infección para mi familia, porque es muy delicado estar en casa, estar positiva y no tener a donde ir”, dices.
Pero en este relato esos detalles son secundarios, aunque importantes. Este lunes te tomaron una segunda prueba para ver si ya eres una heroína de tu propia historia.
Si el papelito de la prueba dice que eres negativa, entonces ya te imaginas lo que sigue. Se abrirá la puerta de esa habitación y saldrás corriendo a estrujar a tus niños. Un abrazo sin culpa y temor, para lavar las semanas de miedo.
“Yo espero en Dios que ya sea negativa, me muero por abrazar a mis hijitos, abrazar a mis papis”, dices. Pero te traiciona la heroína. Se asoma entre las comisuras de tus labios, mientras cuentas esta historia. Porque después de ese abrazo que le darás a tus nenes y tus viejos, ya estás preparando tu regreso a las primeras filas de la batalla que no acaba. V
olverás al hospital.
Está entre tus planes regresar a cuidar a los demás. Y uno solo puede rendir honor ante valentía de ese tamaño. “Yo sé que la lucha sigue, regresaré a trabajar. Volveremos a la lucha de eso estamos seguros, pero ojalá que con la seguridad, que tengamos el apoyo que debemos de tener en todos los aspectos”, dices.
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