El tío Mario, el escribidor
- ¡Ahí les voy!
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Leonardo Schwebel
Mi relación con Vargas Llosa fue activa, pero en ausencia. A diferencia de otros escritores de la época, a Cortázar le estreché su mano larga y huesuda meses antes de su muerte; a Benedetti lo alcancé a ver en Bellas Artes, prácticamente colgado del barandal de una escalera; a García Márquez lo tuve a dos metros de distancia en una FIL, observando cada uno de sus movimientos; y a Carlos Fuentes sí pude entrevistarlo.
En agosto de 1990, fui el primero en mencionar al aire, en una estación de radio, la célebre frase de Vargas Llosa sobre la “dictadura perfecta” del PRI. Pronunciar esas palabras durante el mandato de Carlos Salinas de Gortari, un presidente entonces intocable y popular, era un riesgo profesional considerable. Sin embargo, la reacción fue distinta de lo esperado y, afortunadamente, mantuve mi trabajo.
Me prometí que algún día le platicaría esa historia, pero ya no hubo oportunidad.
En ese momento se planeaba que él condujera un programa de entrevistas en el que yo estaría involucrado, pero su participación fue cancelada debido a la controversia que generó la frase.
Años después, al leer “La tía Julia y el escribidor”, una frase resonó profundamente en mí: “hay veces que parte el alma ver cómo esas ideas no se conservan para la posteridad”. Era enero de 1995, en medio de la crisis política post-1994, y esa reflexión se convirtió en el punto de partida de mi tesis de licenciatura, basada en un proyecto radiofónico que había llegado a su fin.
Me volví a prometer que algún día le platicaría esa historia, pero ya no hubo oportunidad.
Con el tiempo, mi relación con Vargas Llosa, al menos desde mi perspectiva lectora, se debilitó. Sus incursiones políticas hicieron que mi interés disminuyera. Sin embargo, mantuve una conversación con su hijo, Álvaro, en televisión, aunque no compartí mis anécdotas.
Desde “La ciudad y los perros” hasta “Conversación en La Catedral” y “La guerra del fin del mundo”, las obras de Vargas Llosa han dejado una huella imborrable en mí.
En 2010, cuando relaté en televisión los méritos que lo hacían merecedor del Premio Nobel de Literatura, sentí que cerraba un ciclo.
Me prometí por última vez que algún día le platicaría esa historia, pero ya no hubo oportunidad.
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