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Confinamiento revive el fantasma del apartheid en Sudáfrica

Las fuerzas de seguridad, portando armas en sus manos enguantadas, paran a la gente y revisan sus documentos. Otro eco del pasado.

Editorial Telediario Nacional /

JOHANNESBURGO. — El confinamiento derivado de la pandemia de coronavirus genera desasosiego en un país que tiene fresca en la memoria la discriminación racial de un pasado no muy lejano. No se me acerque. Retroceda. No me toque.

La segregación racial tal vez sea algo del pasado, pero la desigualdad no. De hecho, es la más grande del mundo. Decenas de millones de sudafricanos pobres viven marginados, confinados en “townships” que son un legado del pasado.

En los primeros días del “lockdown”, los indigentes fueron sacados de las calles por policías apoyados por soldados, en el despliegue militar más grande desde el fin del apartheid en 1994. Su presencia revivió el fantasma de la segregación.

Las fuerzas de seguridad, portando armas en sus manos enguantadas, paran a la gente y revisan sus documentos. Otro eco del pasado.

El presidente Cyril Ramaphosa exhortó a fines de marzo a las fuerzas armadas a ser “una fuerza gentil”, acotando que la ciudadanía estaba aterrorizada ante la posibilidad de contraer el virus, de perder empleos precarios, de quedarse sin dinero para alimentar a sus familias.

Sudáfrica, no obstante, es hoy el país de África con más contagiados, más de 19 mil. El desempleo era del 29 por ciento antes de la pandemia y la Cámara del Comercio y de la Industria dice que podría llegar al 50 por ciento.

El drama más visible es el hambre.

Las autoridades, grupos de ayuda y ciudadanos privados están repartiendo comida entre los más necesitados. En una calle vacía de Johannesburgo, mendigos y niños de la calle se deleitan al divisar vehículos con vidrios polarizados que bajan sus ventanas y reparten algo de dinero o latas de frijoles.

En otras partes del país se arman colas de miles de personas que esperan a veces por horas para recibir paquetes con alimentos básicos, como harina y sardinas.

El distanciamiento social no se acata a cabalidad, ni en los suburbios ricos donde la gente sale a correr o a pasear a los perros ni en los “townships”, donde cada vez más gente depende de subsidios del gobierno.

Reina la incertidumbre. Arréglese como pueda. El uso de bolsas de plástico como tapabocas. Un balcón es un mundo.

El dolor por la muerte de seres queridos a raíz del COVID-19 es tan grande que hace que los dolientes ignoren las recomendaciones y se abracen entre ellos.

Los confinamientos han sido muy dolorosos, dice mucha gente, por muchas razones. Algunos simplemente añoran la posibilidad de comprar alcohol y cigarrillos.

Ahora se viene el invierno en Sudáfrica, que se encuentra bien abajo en el hemisferio sur. Las noches son frías y la tos de los resfríos seguramente complicará las cosas. Sin mencionar la tuberculosis, que sigue presente.

En otras partes del mundo se empiezan a levantar las restricciones del virus con miras a normalizar la vida. Pero en Sudáfrica, igual que en el resto de África, la gente se prepara para lo que se viene.

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JOHANNESBURGO. — El confinamiento derivado de la pandemia de coronavirus genera desasosiego en un país que tiene fresca en la memoria la discriminación racial de un pasado no muy lejano. No se me acerque. Retroceda. No me toque.

La segregación racial tal vez sea algo del pasado, pero la desigualdad no. De hecho, es la más grande del mundo. Decenas de millones de sudafricanos pobres viven marginados, confinados en “townships” que son un legado del pasado.

En los primeros días del “lockdown”, los indigentes fueron sacados de las calles por policías apoyados por soldados, en el despliegue militar más grande desde el fin del apartheid en 1994. Su presencia revivió el fantasma de la segregación.

Las fuerzas de seguridad, portando armas en sus manos enguantadas, paran a la gente y revisan sus documentos. Otro eco del pasado.

El presidente Cyril Ramaphosa exhortó a fines de marzo a las fuerzas armadas a ser “una fuerza gentil”, acotando que la ciudadanía estaba aterrorizada ante la posibilidad de contraer el virus, de perder empleos precarios, de quedarse sin dinero para alimentar a sus familias.

Sudáfrica, no obstante, es hoy el país de África con más contagiados, más de 19 mil. El desempleo era del 29 por ciento antes de la pandemia y la Cámara del Comercio y de la Industria dice que podría llegar al 50 por ciento.

El drama más visible es el hambre.

Las autoridades, grupos de ayuda y ciudadanos privados están repartiendo comida entre los más necesitados. En una calle vacía de Johannesburgo, mendigos y niños de la calle se deleitan al divisar vehículos con vidrios polarizados que bajan sus ventanas y reparten algo de dinero o latas de frijoles.

En otras partes del país se arman colas de miles de personas que esperan a veces por horas para recibir paquetes con alimentos básicos, como harina y sardinas.

El distanciamiento social no se acata a cabalidad, ni en los suburbios ricos donde la gente sale a correr o a pasear a los perros ni en los “townships”, donde cada vez más gente depende de subsidios del gobierno.

Reina la incertidumbre. Arréglese como pueda. El uso de bolsas de plástico como tapabocas. Un balcón es un mundo.

El dolor por la muerte de seres queridos a raíz del COVID-19 es tan grande que hace que los dolientes ignoren las recomendaciones y se abracen entre ellos.

Los confinamientos han sido muy dolorosos, dice mucha gente, por muchas razones. Algunos simplemente añoran la posibilidad de comprar alcohol y cigarrillos.

Ahora se viene el invierno en Sudáfrica, que se encuentra bien abajo en el hemisferio sur. Las noches son frías y la tos de los resfríos seguramente complicará las cosas. Sin mencionar la tuberculosis, que sigue presente.

En otras partes del mundo se empiezan a levantar las restricciones del virus con miras a normalizar la vida. Pero en Sudáfrica, igual que en el resto de África, la gente se prepara para lo que se viene.

 

 

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