Doctora iraquí es hostigada en medio de la pandemia por incansable lucha
El temor al estigma causado por creencias religiosas, costumbres y una profunda desconfianza en el sistema de salud ha sido el principal motor de la pandemia en Irak, dicen los médicos.
BAGDAD. — El regreso a casa de la doctora Marwa al-Khafaji luego de 20 días en aislamiento en un hospital fue recibido con más que suspicacia. Alguien erigió un bloque de concreto junto a la entrada de la casa.
El mensaje de los vecinos era claro: ella había sobrevivido el coronavirus, pero el estigma que rodea la enfermedad sería una batalla más perniciosa.
La joven doctora se vio catapultada a la línea del frente de la lucha de Irak contra el virus a inicios de marzo. The Associated Press siguió su historia desde el interior de una habitación escuálida de cuarentena hasta su regreso a las calles que habitó desde su niñez y donde encontró miradas lacerantes en lugar de los acostumbrados saludos.
Sus problemas reflejan los de otros en el vapuleado sistema de salud de Irak, expuestos por la pandemia: hospitales sin suministros, personal de salud intimidado por una enfermedad desconocida y un extendido estigma asociado con la infección.
El temor al estigma —causado por creencias religiosas, costumbres y una profunda desconfianza en el sistema de salud— ha sido el principal motor de la pandemia en Irak, dicen los médicos, con las personas ocultando su enfermedad y absteniéndose de pedir ayuda.
Al menos 115 personas han muerto entre los más de 3 mil 030 casos confirmados de coronavirus en Irak, de acuerdo con estadísticas del ministerio de Salud.
La tasa diaria de nuevos casos se disparó luego que las horas de encierro fueron acortadas por el mes sagrado de Ramadán, al pasar de 29 el 22 de abril a 119 el miércoles. Las autoridades temen que un estallido sería catastrófico.
Funcionarios iraquíes dijeron que la respuesta del ministerio ha sido adecuada y que Irak no ha sufrido el crecimiento exponencial de casos registrado en sus vecinos Irán y Turquía.
El portavoz del ministerio Saif al-Badr atribuyó la diseminación a personas que tenían síntomas o que llegaron desde un país afectado y “no revelaron esos hechos debido a la arrogancia”.
Pero la historia de Khafaji, junto con entrevistas con media decena de médicos y enfermeras, revelan una respuesta caótica sin una estrategia amplia de parte de un gobierno débil que hasta recientemente había tenido apenas un estatus interino.
“En cuarentena, el futuro se sentía incierto”, dijo Khafaji. “Afuera no es diferente”.
A mediados de marzo, Khafaji, de 39 años, se sintió alarmada cuando su madre, Dhikra Saoud, mostró indicios de problemas respiratorios. El virus apenas había comenzado a azotar Irak y no había dejado su marca en la ciudad de Karbala, donde ella vive.
Pero la doctora descifró lo que pasaba. Días antes, su padre había mostrado síntomas leves de influenza que ella trató en casa. Ahora su madre estaba presentando lo mismo, pero de forma aguda.
Ella estaba segura de que era coronavirus, pero en tres hospitales diferentes los médicos se negaron a realizarle pruebas a su madre. En ese momento, los pocos equipos de pruebas existentes estaban siendo reservados para las personas que habían estado en Irán.
En cada visita a un hospital, la madre de Khafaji temía que los vecinos supieran dónde estaba. “Te lo ruego. Llévame a casa”, le decía.
Sus síntomas empeoraron, hasta que Khafaji le imploró llorosa a un médico amigo a las 3 de la mañana: Por favor, “hazle la prueba a mi madre”. El asintió.
El 19 de marzo, la policía llegó a la casa para llevárselas a ella y a su madre al hospital. Ambas habían dado positivo. De nuevo se ve el estigma: A menudo las personas se niegan a ser colocadas en cuarentena, por lo que la policía es enviada.
Khafaji conocía los defectos del sistema en el que ella trabajaba. En cuarentena, los sintió desde la perspectiva de una paciente.
El primer día, la madre de Khafaji miró el escuálido pabellón con repugnancia. “Me has traído a una prisión”, dijo.
El área de cuarentena del hospital Imam Hussein era un pabellón comunal, con los pacientes separados por biombos de metal. El suelo tenía grietas, había moho en el baño compartido y polvo en las superficies pese a las limpiezas diarias.
Khafaji no era ajena a penurias. Madre de un niño de 5 años, recientemente se había divorciado de un esposo que le dio un balazo en una pierna durante una disputa doméstica. Le pidió material de limpieza al personal en el pabellón y limpió la sala y el baño ella misma.
Luego de que pasaron días sin que las sábanas y mantas fueran lavadas, ella arrojó las suyas en protesta.
El sistema centralizado de salud de Irak, mayormente sin cambios desde la década de 1970, ha sido vapuleado por décadas de guerras, sanciones y disturbios prolongados desde la invasión estadounidense de 2003, con escasa inversión de gobiernos sucesivos.
Hay ocho médicos y 1,4 camas de hospital por cada 10 mil habitantes. El país de 38 millones tiene como máximo 600 respiradores artificiales, dijo un funcionario del ministerio de Salud. Un médico en Karbala, el doctor Assel Saad Saleh, dijo que su hospital ve a mil pacientes diarios, el triple de la capacidad.
“Los pacientes se enfurecen por la falta de suministros, medicamentos y equipos de pruebas”, dijo.
Los pacientes que llegaron durante la cuarentena de Khafaji reflejaban el avance del virus en Irak. Primero llegaron peregrinos que regresaban de Irán y después los que vinieron desde Siria. Finalmente, pacientes sin historial de viajes.
Khafaji usó la rutina diaria como fuente de solaz.
A las 8 de la mañana despertaba a su madre, servía desayuno y esperaba por la visita matutina del médico para ver qué tratamiento o prueba pudiera prescribir. A menudo ella ofrecía su opinión médica. Cuando un médico le prescribió a un paciente terapia con inhalador dos veces al día, ella dijo que era necesaria cada hora.
Una noche, dada la escasez de médicos, Khafaji monitoreó a los pacientes y reportó los cambios a enfermeras que visitaban apenas cada seis horas, temblando al acercarse a los enfermos.
Quedó horrorizada cuando un médico le dijo que no sabía entubar la vía respiratoria de un paciente. “No están entrenados”, dijo. “Y nos tienen miedo”.
En su peor día ella sufrió fatiga, dolor de cabeza y fiebre alta. “Mis ojos estaban como rocas”, dijo.
El 10 de abril, Khafaji y la madre dieron negativo por el virus y fueron dadas de alta, pero otra crisis les esperaba: Las barreras de cemento que los vecinos había erigido, bloqueando el frente y la parte trasera de la casa.
Incluso cuando fueron retiradas las barreras, las cosas no regresaron a la normalidad.
Cuando su hijo sale a jugar al jardín, Khafaji escucha a otras madres llamar a sus hijos.
Para mayo, ella estaba trabajando turnos de 12 horas en el hospital, por 800 dólares al mes, el salario promedio de un médico en Irak. A pedido suyo, trabaja en la sala de espera, ayudando a diagnosticar a posibles pacientes con el virus.
“Todo el mundo tiene su límite”, dice “Yo no he alcanzado el mío por ahora”.
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BAGDAD. — El regreso a casa de la doctora Marwa al-Khafaji luego de 20 días en aislamiento en un hospital fue recibido con más que suspicacia. Alguien erigió un bloque de concreto junto a la entrada de la casa.
El mensaje de los vecinos era claro: ella había sobrevivido el coronavirus, pero el estigma que rodea la enfermedad sería una batalla más perniciosa.
La joven doctora se vio catapultada a la línea del frente de la lucha de Irak contra el virus a inicios de marzo. The Associated Press siguió su historia desde el interior de una habitación escuálida de cuarentena hasta su regreso a las calles que habitó desde su niñez y donde encontró miradas lacerantes en lugar de los acostumbrados saludos.
Sus problemas reflejan los de otros en el vapuleado sistema de salud de Irak, expuestos por la pandemia: hospitales sin suministros, personal de salud intimidado por una enfermedad desconocida y un extendido estigma asociado con la infección.
El temor al estigma —causado por creencias religiosas, costumbres y una profunda desconfianza en el sistema de salud— ha sido el principal motor de la pandemia en Irak, dicen los médicos, con las personas ocultando su enfermedad y absteniéndose de pedir ayuda.
Al menos 115 personas han muerto entre los más de 3 mil 030 casos confirmados de coronavirus en Irak, de acuerdo con estadísticas del ministerio de Salud.
La tasa diaria de nuevos casos se disparó luego que las horas de encierro fueron acortadas por el mes sagrado de Ramadán, al pasar de 29 el 22 de abril a 119 el miércoles. Las autoridades temen que un estallido sería catastrófico.
Funcionarios iraquíes dijeron que la respuesta del ministerio ha sido adecuada y que Irak no ha sufrido el crecimiento exponencial de casos registrado en sus vecinos Irán y Turquía.
El portavoz del ministerio Saif al-Badr atribuyó la diseminación a personas que tenían síntomas o que llegaron desde un país afectado y “no revelaron esos hechos debido a la arrogancia”.
Pero la historia de Khafaji, junto con entrevistas con media decena de médicos y enfermeras, revelan una respuesta caótica sin una estrategia amplia de parte de un gobierno débil que hasta recientemente había tenido apenas un estatus interino.
“En cuarentena, el futuro se sentía incierto”, dijo Khafaji. “Afuera no es diferente”.
A mediados de marzo, Khafaji, de 39 años, se sintió alarmada cuando su madre, Dhikra Saoud, mostró indicios de problemas respiratorios. El virus apenas había comenzado a azotar Irak y no había dejado su marca en la ciudad de Karbala, donde ella vive.
Pero la doctora descifró lo que pasaba. Días antes, su padre había mostrado síntomas leves de influenza que ella trató en casa. Ahora su madre estaba presentando lo mismo, pero de forma aguda.
Ella estaba segura de que era coronavirus, pero en tres hospitales diferentes los médicos se negaron a realizarle pruebas a su madre. En ese momento, los pocos equipos de pruebas existentes estaban siendo reservados para las personas que habían estado en Irán.
En cada visita a un hospital, la madre de Khafaji temía que los vecinos supieran dónde estaba. “Te lo ruego. Llévame a casa”, le decía.
Sus síntomas empeoraron, hasta que Khafaji le imploró llorosa a un médico amigo a las 3 de la mañana: Por favor, “hazle la prueba a mi madre”. El asintió.
El 19 de marzo, la policía llegó a la casa para llevárselas a ella y a su madre al hospital. Ambas habían dado positivo. De nuevo se ve el estigma: A menudo las personas se niegan a ser colocadas en cuarentena, por lo que la policía es enviada.
Khafaji conocía los defectos del sistema en el que ella trabajaba. En cuarentena, los sintió desde la perspectiva de una paciente.
El primer día, la madre de Khafaji miró el escuálido pabellón con repugnancia. “Me has traído a una prisión”, dijo.
El área de cuarentena del hospital Imam Hussein era un pabellón comunal, con los pacientes separados por biombos de metal. El suelo tenía grietas, había moho en el baño compartido y polvo en las superficies pese a las limpiezas diarias.
Khafaji no era ajena a penurias. Madre de un niño de 5 años, recientemente se había divorciado de un esposo que le dio un balazo en una pierna durante una disputa doméstica. Le pidió material de limpieza al personal en el pabellón y limpió la sala y el baño ella misma.
Luego de que pasaron días sin que las sábanas y mantas fueran lavadas, ella arrojó las suyas en protesta.
El sistema centralizado de salud de Irak, mayormente sin cambios desde la década de 1970, ha sido vapuleado por décadas de guerras, sanciones y disturbios prolongados desde la invasión estadounidense de 2003, con escasa inversión de gobiernos sucesivos.
Hay ocho médicos y 1,4 camas de hospital por cada 10 mil habitantes. El país de 38 millones tiene como máximo 600 respiradores artificiales, dijo un funcionario del ministerio de Salud. Un médico en Karbala, el doctor Assel Saad Saleh, dijo que su hospital ve a mil pacientes diarios, el triple de la capacidad.
“Los pacientes se enfurecen por la falta de suministros, medicamentos y equipos de pruebas”, dijo.
Los pacientes que llegaron durante la cuarentena de Khafaji reflejaban el avance del virus en Irak. Primero llegaron peregrinos que regresaban de Irán y después los que vinieron desde Siria. Finalmente, pacientes sin historial de viajes.
Khafaji usó la rutina diaria como fuente de solaz.
A las 8 de la mañana despertaba a su madre, servía desayuno y esperaba por la visita matutina del médico para ver qué tratamiento o prueba pudiera prescribir. A menudo ella ofrecía su opinión médica. Cuando un médico le prescribió a un paciente terapia con inhalador dos veces al día, ella dijo que era necesaria cada hora.
Una noche, dada la escasez de médicos, Khafaji monitoreó a los pacientes y reportó los cambios a enfermeras que visitaban apenas cada seis horas, temblando al acercarse a los enfermos.
Quedó horrorizada cuando un médico le dijo que no sabía entubar la vía respiratoria de un paciente. “No están entrenados”, dijo. “Y nos tienen miedo”.
En su peor día ella sufrió fatiga, dolor de cabeza y fiebre alta. “Mis ojos estaban como rocas”, dijo.
El 10 de abril, Khafaji y la madre dieron negativo por el virus y fueron dadas de alta, pero otra crisis les esperaba: Las barreras de cemento que los vecinos había erigido, bloqueando el frente y la parte trasera de la casa.
Incluso cuando fueron retiradas las barreras, las cosas no regresaron a la normalidad.
Cuando su hijo sale a jugar al jardín, Khafaji escucha a otras madres llamar a sus hijos.
Para mayo, ella estaba trabajando turnos de 12 horas en el hospital, por 800 dólares al mes, el salario promedio de un médico en Irak. A pedido suyo, trabaja en la sala de espera, ayudando a diagnosticar a posibles pacientes con el virus.
“Todo el mundo tiene su límite”, dice “Yo no he alcanzado el mío por ahora”.
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