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Cincuenta años son nada

Era sábado 5 de junio y esa mañana de hace cincuenta años había viajado a Cuernavaca con unos amigos. No acababa de llegar cuando me localizaron para que regresará. No hacia falta preguntar nada. El destino de mi padre era sustituir a Elizondo y de l

Editorial Telediario Nacional /

ESPECIAL.- Desde semanas antes los tiempos se habían nublado, al menos en nuestra casa en la Ciudad de México y, más aún, en Nuevo León.

Las noticias se sucedían sin dilación: Nuevo León bullía y Bravo Ahuja, Secretario de Educación Pública, enviado por Echeverría a calmar las aguas, antes bien las enardecía.

Mi padre, como era su costumbre en esos trances, se encerraba a piedra y lodo. Para evitar entrevistas se refugió unos días en Cocoyoc, pero Moya Palencia, Secretario de Gobernación, le pidió estuviese a la mano en la Ciudad de México “para lo que pudiese ofrecerse”. La sola llamada le derramó la bilis a mi papá.

El conflicto universitario no necesitaba aventadores para avivar sus de suyo alebrestadas llamas, y las desavenencias entre Echeverría y Elizondo, de viejo cuño, se abismaban por segundo.

Elizondo hacia lo posible por mantener iniesta la gubernatura, pero el centro es el centro, en un federalismo más constitucional que real. Finalmente cayó. En buen castellano: lo tiraron.

Era sábado 5 de junio y esa mañana de hace cincuenta años había viajado a Cuernavaca con unos amigos. No acababa de llegar cuando me localizaron para que regresará. No hacia falta preguntar nada. El destino de mi padre era sustituir a Elizondo y de la familia seguirlo a Monterrey.

Cuando llegué a la casa todo estaba listo, aunque el silencio era extraño en un hogar de nueve hermanos, entre ellos cinco hermanas a quien el verbo se les da con gran facilidad.

En algún lugar del archivo familiar guardo los boletos sencillos de los nueve hermanos, mis dos padres y mi tía Titi, secretaria de mi papá. Tras empacar mi ropa me eché al hombro una grabadora de casete para lo que se ofreciera.

En el vuelo mi padre escribió su discurso ante el Congreso y mi tía lo mecanografió. Conservo manuscrito, borradores tachoneados, el discurso leído y dos copias de hojas calca de carbón.

Aterrizamos en un Monterrey oscureciendo y caliente. Para mi sorpresa la pista estaba abarrotada de gente. Hoy pienso qué habrán pensado los demás pasajeros de semejante aquelarre. Mi madre y hermanos permanecieron en el avión mientras a mi padre, tía y a mi nos bajaron por la escalinata de enfrente. No iba a permitir que me dejaran sin ir a la toma de posesión y mi padre, para evitar conflicto, como tantas otras veces, cargó conmigo. Gracias a ello, no obstante, se conserva casi completo su archivo personal. Supongo que una vez que la bufalada despejo el camino el resto del pasaje descendió.

Como pudimos entre empujones propios de las cargadas priístas de aquel entonces abordamos unos autos y enfilamos al Congreso del Estado, en los bajos del Palacio de Gobierno, que en receso esperaba el arribo del gobernador sustituto que acababa de nombrar y que, ¡paradójicamente!, era el mismo que del centro les enviaban en avión.

Parado delante de la mesa directiva mi padre rindió protesta y tras de él el micrófono de la grabadora que yo llevaba al hombro captaba sus palabras. Fue la única grabación que se hizo, así que se la pidieron a mi padre y así se perdió de formar parte del acervo grabado de su archivo.

Lo demás es historia olvidada, quizás hasta desconocida, por las generaciones de hoy que no vivieron esos días aciagos y tirantes.

No soy parte imparcial para hacer un juicio del gobierno efímero de mi padre, pero sí

para narrar mi apreciación a la distancia de los hechos que lo orillaron a su brevedad.

 

Don Eduardo Elizondo era un prestigiado abogado bien visto por los empresarios de Nuevo León. En pláticas con Díaz Ordaz lograron convencerlo que probara un gobernador afín a ellos y bien visto por el PRI local. A ello se opuso Echeverría, sus fobias y fantasmas.

Los tres primeros años del sexenio de Elizondo corrieron sin mayor problema, pero empezando el sexenio de Echeverría los problemas se multiplicaron, Bravo Ahuja fue enviado a atizar el fuego en la Universidad Autónoma de Nuevo León y en una amenaza de Elizondo de renunciar, Echeverría le tomó la palabra y, para todo efecto práctico, lo echó.

Pero no fue la única carrera política mellada en ese trance. A nivel nacional había dos políticos neoloneses con méritos suficientes en el centro y en Nuevo León para enfilarse a la gubernatura. Recordemos que entonces los gobernadores salían del horno de la federación, salvo honrosas excepciones. Estos dos personajes era Alfonso Martínez Domínguez y Luis M Farías, mi padre. Los dos amigos y los dos en permanente competencia. Ambos fueron líderes de la Cámara de Diputados con Díaz Ordaz, Martínez Domínguez había sido presidente del PRI en la campaña de Echeverría, quien había quedado resentido cuando Díaz Ordaz concentró en México a Martínez Domínguez para valorar la posibilidad de sustituir al candidato después de haberse enfrentado con las fuerzas armadas al pedir un minuto de silencio por los caídos el 2 de octubre en la Universidad de Nayarit.

Finalmente, se consideró muy riesgoso cambiar de caballo a la mitad del río, pero Echeverría, un hombre de profundos rencores, jamás lo olvidó. No obstante ello, se acostumbraba entonces que el presidente del PRI en campaña fuese premiado con un cargo en la administración pública federal y Echeverría lo nombró Regente del Distrito Federal, es decir, gobernaba subrogando al Presidente, el poder real en la capital de México, que no tenía entonces la calidad de entidad federativa, sino de simple distrito, es decir, una especie de espacio geográfico a cargo del titular del poder Ejecutivo federal, quien lo ejercía a través de una regencia, a la sazón a cargo de Don Alfonso, como es conocido y referido en Nuevo León.

El otro político era mi padre, en aquel entonces Senador junto con el general Bonifacio Salinas Leal, exgobernador de Nuevo León y del territorio de la Baja California Sur. Un viejo revolucionario lleno de historias buenas y malas. Representante en ese entonces de la cuota militar en el poder político. Gran y querido viejo, por lo demás.

Pues bien, entre el 5 y el 10 de junio, Echeverría cambió, o al menos intentó cambiar el rumbo de Nuevo León. El 5 descabezó a Elizondo, el mismo día descarriló la carrera política de mi padre en Nuevo León, en una apuesta de que terminase achicharrado por el fuego universitario atizado desde la federación o, al menos, permitido, y cerrándole el camino a una gubernatura de seis años. Finalmente, el 10 de junio, tras el “halconazo” en Santo Domingo, donde paramilitares vestidos de civil y armados con palos impidieron a golpes una marcha de estudiantes, apenas tres años después de Tlatelolco, culpó de ello a Martínez Domínguez en su calidad de autoridad delegada en la ciudad, a quien por cierto mantuvo incomunicado mientras ello sucedía en una antesala de Los Pinos.

Las fichas en el tablero de Nuevo León fueron barridas y Echeverría pudo poner un nuevo juego a su libre arbitrio.

Termino con una anécdota que tuvo, según recuerdo, dos versiones el mismo día. En Puebla gobernaba el Dr. Moreno Valle, abuelo del difunto exgobernador, esposo de gobernadora en funciones, muertos ambos en un accidente de helicóptero el 24 de diciembre del 2018 y cuya investigación está reservada por cinco años. En Nuevo León gobernaba mi señor padre. Moya Palencia les pidió a ambos que organizarán una manifestación de todas las fuerzas sociales: campesinos, obreros, empresarios, padres de familia, el PRI por supuesto, y lo que consiguieran en el camino, para demandar a los gobiernos de ambos Estados orden y paz en sus respectivas universidades.

Mi papá siempre dijo que desde que se lo pidieron un dolor en el bajo vientre le movió todos sus instintos políticos y alarmas. La mañana de la gran manifestación llegaron a Monterrey desde México periodistas de talla nacional y de la fuente presidencial y política de altos vuelos. En ambos estados las manifestaciones fueron masivas, los ánimos encendidos y las demandas sentidas.

Mi padre me dijo que ese fue el discurso mas difícil de toda su vida. Contra todo lo esperado, en un tono anticlimático al calor de la concentración y los reclamos, llamó a la prudencia, al imperio de la ley, al diálogo, a no combatir la cerrazón con candados y cadenas. No faltaron chiflidos ni reclamos que lo acusaron de paniaguado. La prensa de entonces no sólo lo consignó, sino que lo auspició.

El Dr. Moreno Valle, más médico que político, sin por ello restarle mérito alguno, se dejó llevar por el calor discursivo y declaró un gobierno sin cuartel contra los revoltosos. Discurso que, desde la visión del centro -que lo había solicitado- era contrario al diálogo franco y fraternal que el presidente Echeverría enarbolaba contra los jóvenes; antes, por supuesto, de llamarles fascistas en la UNAM. Pero esos son otros Pérez.

Moreno Valle cayó y mi padre, finalmente, pudo poner en paz y con paz a la Universidad, que lo que necesitaba era atención y comprensión, no garrote.

 

En Yucatán gobernaba entonces Carlos Loret de Mola Mendiz, sí, abuelo del Carlos de hoy y padre de Rafael, mi compañero de primaria. De su mandato, antes de su muerte envuelta aún en misterio y que ronda a la sombra de Manuel Bartlett, escribió un sabroso libro que tituló “Confesiones de un Gobernador”, difícil ya de conseguir, pero rico en anécdotas de estas que ahora les comparto.

 

De mi padre se puede leer “Así lo recuerdo”, del Fondo de Cultura Económica.

 

 

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