Cártel de Sinaloa entierra a migrantes en el Desierto de Sonora si familiares no pagan extorsión
Para suplir las ganancias del fentanilo, el Cártel realiza secuestros masivos por los que cobra dos veces: 13 mil dólares por llevarlos a la frontera y otro tanto por liberarlos a un paso de Estados Unidos.
Cuando Aníbal era niño y vivía a las orillas de Valle, en Honduras, creía que la gente —literalmente— se derretía con el calor. Angustiado, pasaba horas observando a los pescadores del Golfo de Fonseca e imaginaba que esos vecinos que un día ya no aparecían se habían deshecho como cera bajo un sol de más de 40 grados.
Años más tarde, secuestrado en el Desierto de Sonora, aprendió que la gente no se funde, sino que se empequeñece y endurece como un grano de arena mientras se transforma en páramo.
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Durante los días que estuvo retenido por el Cártel de Sinaloa, Aníbal dice que se le resecó tanto el cuerpo que el daño es irreversible.
Aunque se unta una crema especial que compra en un mall de Arizona, la piel parece marchita para siempre. Su cabello luce opaco, las uñas quebradizas y se despierta en las noches con sed de náufrago horrorizado por pesadillas en las que su lengua se vuelve a transformar en un órgano ardoroso y agrietado, como si hubiera lamido todos los cactus que vio junto a otros 20 migrantes.
“Me regresan los sueños y me veo amarrado a la cama de esa casa: se me imagina que estoy ahí otra vez medio muerto y se ríen de mí. Escucho clarito cómo los señores tiran agua al piso y me dicen ‘ay, se nos cayó tu parte, mala suerte’”, dice Aníbal, quien conversa con MILENIO desde su casa en Gila, Arizona, con una intención: que quienes han decidido migrar sin documentos hacia Estados Unidos usando las rutas del Cártel de Sinaloa sepan los peligros a los que se encuentran en una temporada de secuestros masivos.
Para comprobar su identidad, mostró imágenes de las lesiones durante su secuestro y los comprobantes del pago que hizo su familia para rescatarlo.
A cambio de contar su historia pide que su nombre real no sea mencionado ni se exhiban los tickets, pues los traficantes conocen a su madre y padre.
Su historia tiene dos inicios: uno en Valle y otro en Chiapas. El primero está marcado en algún día del calendario de 2022, cuando decidió que la vida como obrero era demasiado terrible para seguir un año más y puso todos sus ahorros a disposición de un coyote, El Rocky, para llegar a Estados Unidos.
Y el segundo, 7 de abril pasado, cuando pisó el municipio mexicano Arriaga y se dio cuenta que ya no había camino hacia atrás.
El Rocky, le dijo, conocía todos los caminos libres hasta Arizona. Y Aníbal, que jamás había salido de Honduras, le creyó. Durante años escuchó que sus vecinos temían a la ruta del Golfo ocupada por Los Zetas, así que cuando pagó por la ruta del Pacífico intuyó que estaría exenta de peligros.
Pero el viaje que atraviesa Oaxaca, Puebla, Estado de México, Ciudad de México Michoacán, Jalisco, Nayarit, Sinaloa y Sonora, es más riesgoso que nunca bajo el mando del Cártel de Sinaloa. Especialmente ahora que el negocio del fentanilo ha caído por las presiones de Estados Unidos contra el Gobierno de México.
A falta de fentanilo…
Aníbal no lo sabía, pero eligió uno de los peores momentos para migrar sin documentos hacia la Unión Americana. Tres meses antes de su travesía, en enero del año pasado, el Ejército mexicano capturó a Ovidio Guzmán, hijo de Joaquín El Chapo Guzmán, a petición de la agencia antidrogas DEA para frenar el tráfico de opioides sintéticos.
Aquel arresto —que terminó en extradición— cambió todo en el tablero criminal, pues obligó a los hermanos de Ovidio, ‘Los Chapitos’, a abandonar el negocio del fentanilo para no correr con la misma suerte del Ratón. Al hacerlo, se despidieron de un negocio con valor de mil millones de dólares anuales, de acuerdo con las estimaciones que hizo el Congreso de Estados Unidos en 2021.
Para nivelar las pérdidas, los hermanos Guzmán han dirigido sus esfuerzos al tráfico de migrantes indocumentados, como ha documentado el think tank Insight Crime. Y lo hacen saqueando dos veces a gente como Aníbal: una vez cobrándoles entre 5 y 13 mil dólares para llevarlos hasta la frontera y otra más por dejarlos libres a unos pasos de su destino. Con ese doble robo, el negocio del coyotaje hoy vale 13 veces más que el del fentanilo, según el gobierno estadunidense.
“Estúpido, si quieres, pero no sabía. Y me llevan por una ruta que dicen que es segura (...) Todo se hace con papelitos: pagas y alguien te da muchos papelitos que entregas a los coyotes y ellos los entregan por ti en cada parada.
"El papelito es tu caseta pagada, como dicen en México. Pero un día ya no importa que tengas papelitos, porque pasando Sinaloa y entrando a Sonora ya es otra cosa”.
Tras seis días de viaje llegó a Escuinapa, Sinaloa, controlado por “El Mayo” Zambada. Luego, a Mazatlán, bastión de ‘Los Chapitos’. Y enseguida a Caborca, Sonora, territorio de Rafael Caro Quintero. Y cuando lo metieron a una camioneta sin aire acondicionado rumbo a Altar volvió a los terruños de los hijos de El Chapo Guzmán.
Por la ventana empañada Aníbal vio el Cristo de las Bendiciones y le dijeron que estaba en Sáric. Y ahí se le acabaron las certezas. En algún lugar entre los ranchos La Tortuga y Cúmaro, en la zona de ladrilleras, los migrantes fueron sacados a empujones de la batea y metidos a una casa diminuta que parecía a punto de caerse.
“Me pidieron un teléfono de un familiar en Estados Unidos. Los que no tenían uno allá, pues el de un familiar de sus países. Y quien está solo en la vida se lo llevan a otra casa y los matan, yo creo.
"Llaman con teléfonos grandes que ahora sé que se llaman encriptados y les dicen a las familias que, si no pagan, nos van a enterrar en el desierto. Los días que se tarden son los que no vamos a tener agua y te explican que uno así se muere en tres días”, cuenta.
Mazmorras en el desierto
Dora Rodríguez, cofundadora de la Casa de la Esperanza, un albergue migrante en El Sásabe, ha insistido por años en que esas casuchas en el Desierto de Sonora son mazmorras.
Todos lo saben, al menos, desde 2016, pero ningún gobierno las destruye. Su uso es constante por lo que vio Aníbal: ropa de bebé, faldas, sombreros, colchones con sangre, cubetas con vómito, tablas para torturar y latas de cerveza.
Para el Cártel, los migrantes son una mina. Cada peso que se pueda extraer de ellos es codiciado, igual que cada centavo que se ahorre en su manutención durante cautiverio.
La dieta consiste en pan duro, atún compartido, galletas y medio vaso de agua al día, apenas para contener el agostamiento de la tráquea.
Los “suertudos” son liberados a las 24 horas gracias a una transferencia internacional que incluye sus iniciales como contraseña; los que no, se convierten en polvo de desierto.
Cuando el agua escasea, el riñón es lo primero que falla y la poca orina se abre paso por la uretra como brea. Las vías respiratorias se resecan y sangra la nariz. Todo pica: ojos, piel, labios y los pliegues de las rodillas.
La presión arterial se desploma y el corazón vacila entre taquicardias y espasmos dolorosos. Entonces vienen las alucinaciones que anuncian la muerte: la mente se obsesiona y todo lo que alguien puede pensar es en agua, la que sea, incluso beber orines ajenos.
“Supe que me estaba muriendo porque veía clarito el Golfo de Fonseca metido en esa casa. El agüita clara, el sonido. Dicen que el agua no huele, pero yo digo que sí. En mi locura de sed hasta abría la boca para beber y todo lo que se metía era aire caliente”.
Siete días pasó Aníbal como una brasa a punto de apagarse. Medio día más, calcula, y habría muerto de un paro cardiaco. Pero una mañana, uno de sus captores avisó que su tía en Honduras pagó el rescate: 4 mil dólares acompañados de un suero que le recomendaron beber lentamente para no caer en shock circulatorio. “Hasta eso saben estos malditos”, pensó después del alivio y la culpa de no poder compartirlo con otros retenidos.
El rescate incluía comida, más bebida y el traslado hasta El Sásabe. Necesitó cada gota y caloría porque el camino hasta la freeway más cercana en Tucson, Arizona, estaba a tres días de distancia. Y así, seco por fuera y quemado por dentro, volvió al desierto para emprender el último tramo de una travesía inhumana.
Aníbal, me cuenta, no es el mismo. Aunque ha cumplido su american dream —un sueldo en dólares que mensualmente parte en remesas— algo de sí nunca salió de la casa de seguridad en Sonora. Su parte más jubilosa sigue amarrada a una cama y esperando clemencia que nunca llegó de los hombres que han cambiado el tráfico de fentanilo por el de migrantes como él.
“Yo me imagino que se acostumbraron a traficar droga y por eso nos tratan como objetos. A una pastilla no le das de comer, de beber, no la tratas con respeto. Por eso, a nosotros nos tratan así. Como cargamentos, no como seres humanos”, escribe.
Aníbal ahora tiene 34 años, pero la salud de un hombre mayor. A veces, solo le quedan fuerzas para sentarse en el pórtico de su casa y añorar la vida de los pescadores en la orilla de su pueblo. Los que no tuvieron que migrar y enfrentar al cártel. Y cuando lo hace, se acuerda del sol abrasante y le habla a su niño interior. “Anibalito, estábamos equivocados: peor que morir derretido es morir de sed”.
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