Anexos en Jalisco, la mecha de un nuevo estallido
- Plaza Garibaldi
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Alejandro Sánchez
Era la medianoche en Tonalá cuando el sonido de los fusiles cortó el aire de la colonia Santa Isabel. Diez hombres encapuchados irrumpieron en un centro de rehabilitación, arrastraron a un hombre de unos 30 años entre gritos y se lo llevaron como si fuera un paquete más en su camioneta sin placas. En medio del caos, otros quince internos, entre ellos dos menores de edad, aprovecharon el momento para escapar, algunos descalzos. Nadie llamó a la policía. Nadie protestó. En Jalisco, los anexos —centros que prometen sanar adicciones— se han convertido en el epicentro de un infierno que consume vidas en la Zona Metropolitana, mientras las autoridades firman actas de inspección y posan para fotos con carpetas de certeza que nunca ofrecen verdaderas soluciones para las familias.
No es un caso aislado. Es solo la punta de un iceberg de abusos, corrupción y muerte en este tipo de lugares. En lo que va del año, cuatro personas han muerto en estos centros mientras estaban bajo custodia. Algunas fueron golpeadas, otras desnutridas o gravemente enfermas. La Fiscalía presume operativos que revisan apenas dos centros, de los 360 que existen, mientras que la familia de Jacqueline, una menor fallecida tras salir gravemente herida de un anexo en Tlajomulco, presentó una denuncia formal ante la Fiscalía Especial Regional del municipio, contra quienes resulten responsables de su muerte.
Unas horas antes de su fallecimiento, la madre de Jacqueline recibió un mensaje de Connie, la encargada del anexo, pidiendo que le depositara 690 pesos para hacerle un estudio. “Todavía la muy cínica me pone una carita y un ‘ay, gracias’”, relató la madre durante el velorio. Jacqueline ardía en fiebre cuando la recogió: “Yo le ponía trapitos mojados”, contó con impotencia.
Otra víctima, Wendy Franco, una madre de 38 años sin adicciones, aún tiembla al recordar cómo su propia familia la entregó a un anexo para robarle su herencia en Las Huertas. El 30 de diciembre de 2024, su hermano la entregó a un Tiida blanco. “Me golpearon para callarme. Me dijeron que mi familia me donó”, relata. En Cree Ser A.C., un centro no registrado con cámaras de vigilancia y autos de lujo, la desnudaron, le raparon el cabello y la bañaron con agua helada. “Ahí no vales nada. Eres basura”, le repetían. Durante 37 días, sobrevivió con zanahorias caducas y medicamentos para dormir, mientras su cuerpo, quemado por el frío y la falta de insulina, se consumía.
Su historia no es única. Es parte de un sistema donde los anexos se han convertido en mercados de personas: secuestradas por sus familias, vendidas por cómplices o reclutadas a la fuerza por quién sabe quiénes. “Si tienes un terreno, un enemigo o un pariente incómodo, aquí lo desaparecemos”, confesó un ex custodio a MILENIO bajo anonimato. Existen documentos oficiales de la denuncia de Wendy Franco ante la Fiscalía y una carta que envió a la Secretaría de Gobernación federal, después de que su tía negociara su salida con los dueños del lugar donde vivió el peor infierno de su vida.
Los centros de rehabilitación en México nacieron como respuesta desesperada a la epidemia de adicciones. Pero en estados como Jalisco, estos lugares son utilizados por criminales para reclutar sicarios o esconder rivales. La línea entre santuario y cárcel se ha borrado. Hasta hace poco, casi nadie creía que esto ocurriera en Guadalajara. Las muertes y abusos en estos sitios empiezan a ser expuestos, mientras las autoridades se muestran torpes e incapaces de fijar una posición pública clara.
En un juego de contradicciones sobre los hechos de ayer en la colonia Santa Isabel, la alcaldía de Tonalá, encabezada por Sergio Chávez, y la Fiscalía del Estado ofrecen versiones opuestas. “Se descarta privación ilegal de la libertad. De manera voluntaria en una camioneta se van del lugar 13 mayores y dos menores internos. Al salir por su propia voluntad no hay delito”, afirmó la alcaldía. Pero la Fiscalía, al recibir el reporte inicial, mencionó la irrupción de hombres armados que sustrajeron a un masculino. “Si llegaron varias personas y sí estuvieron armadas. Al parecer son sus conocidos”, aseguran. Sin embargo, los testigos vieron claramente cómo hombres armados sacaron a los jóvenes por la fuerza y los subieron a una camioneta que se perdió en la oscuridad.
Mientras tanto, los números revelan una realidad alarmante que las autoridades se niegan a reconocer en la Zona Metropolitana de Guadalajara, aunque tanto los municipios como la federación están al tanto del manejo irregular de los anexos. De acuerdo con Coprisjal, 183 centros operan en la clandestinidad. Setenta por ciento carece de personal médico, pero el 100 por ciento tiene custodios armados. Este negocio mueve unos 500 millones de pesos al año, de acuerdo con la CONADIC, entre cuotas “voluntarias” y trabajos forzados.
Aunque la Fiscalía insiste en que “los operativos serán constantes”, las cifras muestran otra realidad: cero funcionarios sancionados por colusión con centros ilegales en la última década. Doce centros clausurados en 2024 reabrieron bajo nuevos nombres, y el 80 por ciento de las denuncias por torturas en anexos se archivan sin investigar.
En medio del caos, las víctimas —adictos, herederos, rivales de cárteles— se acumulan como sombras en un sistema diseñado para ocultarlas. Como escribió un exinterno anónimo: “Entré para dejar las drogas. Salí sabiendo que, en Jalisco, la justicia es otro cuento que nos venden”.
La tierra aquí no tiembla, pero nadie olvida que, a veces, el infierno no avisa antes de estallar.

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